Ya se sabe que todos fomentamos prejuicios propios a partir de asociaciones mentales sin mucho fundamento. Yo, por ejemplo, desde pequeño, siempre sentí una gran simpatía por Rumanía, y si indago en recuerdos remotos creo saber la razón: su bandera que, como las de los demás países del mundo, conocí pronto gracias al Diccionario Ilustrado SOPENA, me parecía de las más bonitas de todas. Al cabo de los años he recorrido mundo y aprendido algo más. Pero ese amor (u odio, según los casos) a primera vista con la bandera sigue mercado mi relación subconsciente con muchos lugares. Me gusta tan poco la bandera de Polonia que no me imagino yendo allí de turismo aunque me paguen el viaje, pero daría lo que fuera por visitar Noruega, cuyo enseña nacional despierta en mí un patriotismo difícil de explicar.
Lo segundo
que aprendí de Rumanía fue
que la tropa de honor del presidente lucía un uniforme muy fardón. Tenía yo ocho
años, y nunca logré completar mi colección de cromos de soldados del mundo.
Solo me faltó uno, ese, el de Guardia Presidencial de Rumanía. Una vez se lo vi a un amigo. No me
lo quiso cambiar ni por tres cromos, pero pude mirar el suyo bien y estudiar con detenimiento como era el
militar que salía dibujado en esa preciada estampa: un tipo con sombrero
coronado por un penacho, casaca roja y sable en mano.
Rumanía era en ese entonces un cerril Estado comunista gobernando con mano de hierro por Caucescu. Un soldado de gala y estilismo de maestro circense de ceremonias no parecía muy acorde con la árida estética funcionalista y proletaria del régimen rumano de entonces. Pero Caucascu se sabia vender bien hacia el exterior como el más flexible y tolerante de los líderes del otro lado del Telón de Acero, así que quizás ese colorista traje para sus guardias buscaba impresionar a los visitantes extranjeros.
Pasaron las décadas y yo casi me olvidé de Rumanía, hasta que, en estos días, y por motivos de trabajo, tuve que desplazarme a Bucarest. La conferencia en la que acudía tenía lugar en el edificio del Parlamento Nacional, el segundo inmueble más grande del mundo, después del Pentágono aunque, a diferencia de la sede del ejercito americano, que me la imagino presa siempre de un trajín enorme (*), el titánico edificio rumano es en su mayor parte un fantasmagórico lugar con muy poca actividad. Consiste por dentro en una sucesión inacabable de inmensos y fríos salones de mármol, sin más muebles ni ornamentos que las enormes y pesadas lamparas con miríadas de lagrimas de cristal.
El primer día de la conferencia todos los participantes nos perdimos en ese laberinto del absurdo y la pretenciosidad. Yo, al llegar, en lugar de preguntar como llegar a la sala de conferencias a alguna de las diligentes y espectaculares azafatas que, entubadas en sus minifaldas casi inexistentes, repartían sonrisas en la entrada del edificio, decidí aventurarme por cuenta propia por los secretos del interior. Creo que me dió miedo quedar aturdido sin poder articular mi pregunta ante la contemplación cercana de tantos y tan generosos escotes.
No había rotulo alguno en aquel caos de salas de baile inmensas que mostrase en cual de todas ellas iba a temer lugar el evento que nos había conducido hasta allí. Paseé un buen rato por aquellos salones, probablemente dando vueltas en circulo sin saberlo. Logré, por ejemplo, encontrar un oscuro y cutre urinario detrás de unas columnas versallescas. Luego llegué a saber, al cabo de unos días, que era probablemente el único cuarto de baño de todo el gigantesco edificio. Un amigo georgiano me confirmó que en los tiempos del comunismo se consideraba de mal gusto plantearse que los líderes del Partido también tenían a veces que mear.
Cuando ya pensaba que aquel turismo kafkiano no me estaba deportando gran cosa, me topé de pronto con ellos: Allí estaban, al pie de una escalera de estilo renacentista, inmóviles, serios, con sus sombreros coronados con penachos, las casacas rojas y el sable en mano, como si en lugar de personas fueran cromos que llevaran esperando cuarenta años a ser pegados en algún álbum.
(Foto del autor del blog)
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(*) Para mi, y para Hollywood también, el Pentágono es un lugar donde generales estresados vociferan todo el rato por los pasillos ordenes para la inmediata invasión de algún pequeño país rebelde y donde expertos en geodesia trabajan a destajo en salas llenas de ordenadores tecleando las coordenadas de alguna aldea yemenita para lanzar un misil teledirigido y cepillarse a la familia de un líder terrorista.