Esta es una historia que me contaron hace ya tiempo. Por eso no puedo garantizar la fidelidad de algunos detalles. Pero tampoco pretendo cubrir las lagunas de mi memoria con ejercicios de inventiva. Contaré sólo aquello que recuerdo con claridad.
Parece ser que todo comenzó una mañana de mayo, en el parque del Retiro. Allí se encontraron los dos por vez primera. Ella era joven por aquel tiempo, o tal vez no completamente joven, aunque todavía bella. Eso es lo que a mí me aseguraron y no tengo razones para ponerlo en duda. Ella caminaba despacio, con cierta coquetería, por uno de los paseos de la Rosaleda. El, en cambio, andaba deprisa, casi corriendo. Vestía un loden verde caza y un sombrero ajustado, de esos de ala que tanto se estilaban por aquellos años. Cruzaron algunas palabras amables, con un toque de galantería. Cualquier observador externo hubiera jurado que parecían hechos el uno para el otro. O el otro para el uno, que tanto da.
A partir de ahí no sé seguir la historia cabalmente. De pronto surgen los niños…se la ve a ella rodeada de chavales, en una casa bien decorada, con muebles estilosos. El no aparece. Nada lo alude en la escena salvo el sombrero de ala, colgado de un perchero justo a la derecha de la entrada de aquella casa decorada con tan buen gusto. No sé bien cuantos son los críos, ni sus edades. Tampoco recuerdo si todos son hijos suyos o si el grupo incluye algún primito o un amigo escolar.
Sigue una secuencia que no me queda muy clara. La etapa del relato referente al restaurante la recuerdo mejor. Intentaré describir la situación: Es un comedor amplio, confortable pero nada lujoso, con sillas de formica revestida de plástico verde, como las de las oficinas estatales. Las mesas, cuadradas, están cubiertas por un mantel blanco de papel grueso. Los clientes abarrotan el local. Hay toda clase de gente allí. En un rincón parlotean un grupo grande de estudiantes jóvenes a los que todavía no han servido. Un poco más allá en otra una mujer sola llama la atención de todos por su tremendo atractivo. Tres de las mesas están ocupadas por obreros; casi todos visten monos azules algo polvorosos; beben sopa con cuchara y algunos sorben ruidosamente. El hombre del sobrero de ala no cubre ya su cabeza, pero está allí, le reconozco, bajo el quicio de la puerta, observando a los parroquianos con aire curioso. Se diría que busca a alguien. Sí, busca a alguien, y enseguida lo encuentra. Se encamina con pasos largos hacia la mujer solitaria. Cuando ella le ve se alza ligeramente de la silla y lo besa con los ojos cerrados, brevemente pero con pasión. Después él se sienta y la toma la mano. Ambos sonríen. Luego él alza el brazo y llama al camarero. Pide un anisete. No recuerdo que plato principal solicita. Tampoco el postre ni el coste del almuerzo. Eso tal vez quita enjundia a la historia, pero ya dije que no estoy dispuesto a inventarme nada para hacer más atractiva la narración.
Ocurren después una serie de sucesos que he olvidado, salvo en lo referente a cierta panadería que vende exquisitos buñuelos durante la Pascua. Pero esa, tal vez, es una escena correspondiente a otro relato. Quien sabe.
(Foto: Cuadro de Cesar Caballero)