sábado, 30 de noviembre de 2013

Hombres como montañas

(4) Paradzhánov

Escuché hablar por primera vez del cine georgiano en 1994. En aquel tiempo yo vivía en una casa diez o doce habitaciones y muchos baños en Split, la maravillosa ciudad fundada por Dicocleaciano en Dalmacia, a orillas del Adriático. Llamábamos a aquella casona "el camodromo" y es que, en verdad, esa era su función: dar cobijo en sus temporadas de descanso a los muchos objetores de conciencia que la ONG para la que yo trabajaba mantenía en Bosnia.

La guerra era atroz en el frente pero allí, en la retaguardia croata, los miembros del pequeño grupo encargado de dar apoyo logístico a los aguerridos objetores gozábamos de la ambigua y efímera felicidad de la retaguardia. En la mansión convivíamos felizmente una alegre y disparatada tropa de confusos personajes: Félix, marino mercante enamorado de los trópicos; el irrepetible y entrañable Santamarta, cuyos bigotes de lancero bengalí parecían más aptos para ejercer de intendente en las revueltas cipayas que en los Balcanes modernos; Miguel, un joven periodista de Elche muy poco estresado; José Maria Aranaz -cuyo excelente sentido del humor nos ayudaba a mantener un mínimo de cordura- y el cordial Cotarelo, un mozarrón barbudo de Castro Urdiales de voz ronca, gruesas gafas y sonrisa enorme, poseedor de la cultura cinematográfica más extensa que yo he conocido nunca.

Cotarelo nos hablaba con pasión del séptimo arte en Georgia ("el mejor  cine de la Unión Soviética") y, aunque eso no lo recuerdo con certeza, seguro que dedicaba largos elogios a  Paradzhánov, el Buñuel caucasiano.

Serguéi Iósifovich Paradzhánov nació en Tiflis en 1924 en el seno de una familia de origen armenio, y murió en Yerevan en 1990. Tras dirigir algunas películas conforme a los cánones del realismo soviético, en la década de los sesenta rompió radicalmente con todos los convencionalismos estilísticos del cine narrativo y pasó a crear un lenguaje cinematográfico propio, onírico y sumamente poético. Su radical individualismo creativo le enemistaron con el sistema. Fue sujeto de todo tipo de falsas acusaciones y pasó largas temporadas en prisión. Incapaz de poner freno a su irrefrenable creatividad, en la cárcel dibujaba sin cesar y construía pequeñas esculturas con los utensilios de deshecho que lograba reunir. Hace tres años pude ver algunos de esos objetos y muchos otros recuerdos del artista en su casa museo de Yerevan. El barroquismo excesivo de bártulos y más bártulos decorando todos las habitaciones produce una cierta claustrofobia. El pequeño jardín, es en cambio un remanso de paz, algo fuera de lugar en la inquieta capital de Armenia.

Paradzhánov no era un disidente político, sino estético. Sus firmas convicciones creativas le impedían plegarse a los gustos del poder central, aun a costa de su libertad y su integridad física. No pretendía con su obra criticar el comunismo o minar los fundamentos del sistema. Solamente buscaba dejar fluir con libertad la corriente de creatividad que llevaba dentro. Esa lucha incasable del arte por el arte, frente a las instrumentalizaciones de los poderosos, convierte a Paradzhánov en un caso único en la historia del séptimo arte. Si hubiera un santoral laico,  Paradzhánov sería sin duda el patrono de la profesión de hacer películas.

El cine de Paradzhánov hay que verlo como quien mira cuadros en una exposición. El director armenio-georgiano casi siempre ambienta sus películas en trasuntos de la historia caucasiana, pero en realidad la trama es mucho menos relevante que el valor estético de la dinámica de las imagines en movimiento. Colores, planos y banda sonara entretejen una obra que, más que contarnos una historia, simplemente buscan deleitar los sentidos.

Con su concepto épico de la vida y  sus excentricidades, pero también con su búsqueda espiritual del porqué de las cosas, Paradzhánov es, a la historia del cine, lo que Vasha Pshavela a la poesía o Gurdjieff a la filosofía...un hombre enorme, como las  montañas del Caucaso

Fotos: Juan Echanove

jueves, 28 de noviembre de 2013

Camino a casa

Forastero que buscas la dimensión insondable. 
La encontraras, fuera de la ciudad, 
al final de tu camino. 
(Franco Battiato. Nómadas) 

Me detengo en un parque a escribir. La urgencia me puede. Es por culpa del vino que he pimplado a mediodía. Vino joven, de color pardo. Vino bravo, agreste y filosófico, como el Cáucaso. Ayer el ahijado de un amigo murió en una emboscada en la frontera con Armenia. Fe una trifulca de jóvenes, un lío de faldas, dicen.. .quién sabe. Aquí la gente lleva generaciones siendo asesinada sin saber ni porqué la matan. Mientras, en Vilna, en las  orillas heladas del Báltico, el gobierno de Georgia en pleno discute la firma de un tratado de integración económica con Europa, el continente mito, la madre lejana que abandonó a Prometeo en la cumbres hirientes de estas montañas inhumanas. Europa, para los georgianos, es el lugar donde a nadie el emboscan ni le descerrajan tiros por un lío de faldas. Europa es el Edén perdido al que volver un día.

Aquí estoy, en un parque. Siempre los parques, mi refugio en el camino. Este está lleno de bancos, más de los que todos los viejos de Tiflis podrían simultáneamente utilizar.  Dispone también de demasiadas farolas, perfectamente alineadas,  de estilo decimonono. Son gráciles y elegantes, pero iluminan poco (el resplandor blanco de la pantalla de IPad me ciega). Una fuente inútil de azulejos de piscina, con los grifos rotos...la escultura pantagruélica de un literato ceñudo...los parques en esta parte del mundo siempre saben a pasado más que a presente.

He venido caminando desde la oficina. Primero tránsito las calles crudas que rodean la embajada en la que trabajo. Es un barrio pueblerino, con aire de folclore popular y olor de manta sucia. Escabullo los charcos y llego a una calle transitada, no lejos de donde un célebre místico loco, hace más de novena años, estableciera su primera escuela de danzas tántricas. El baile ahora en esa zona es otro... es el moverse atropellado de furgonetas con prisa y peatones sin espacio que las esquivan. Desde los cristales rotos de los anticuarios y las tiendas de ropa de segunda mano, las viejas miran ese ajetreo con ojos de sapo paciente.     

Esa calle de cabriolas termina en el puente. Ahora el viento fuerte y la sombra de los arboles enormes lo llenan todo. Un ruido aterrador cruza el cielo. Son grajos, rasgando el  aire con el sable mortal de sus chillidos. Cruzo deprisa, casi sin mirar a los corrillos de cambistas que permutan viviendas en la acera. Dejo atrás un retrato de Stalin, varios balcones de intrincado hierro forjado, atravieso otra calle bronca y ya estoy aquí, en el parque, esperando que la vida se detenga un rato. Solo un rato.

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Post scriptum
Acabo de terminar de escribir y la noche ya ha caído del todo sobre la ciudad. De repente la fuente de azulejos de piscina y grifos de cobre rugoso ha comenzado a funcionar, tal vez por primera vez en décadas. Intuyo que los chorros de agua bailan al son de esa música mística que alguien compuso... hace más de noventa años

(Foto: Ignacio Huerga)

domingo, 17 de noviembre de 2013

En la eternidad

La luz de la luna duerme en el bosque sobre una cama de sombras y sueña que la lluvia del verano es solo un susurro en la espalda.

(Foto: Ignacio Huerga)

sábado, 16 de noviembre de 2013

Tradicionalista de izquierdas

Me ha tomado unos cuantos años reconocerme a mí mismo que soy un tradicionalista de izquierdas.

Soy radicalmente de izquierdas porque sueño y lucho por un mundo donde el lugar donde nazcas  no determine las oportunidades que la vida te ofrezca. Creo que la abolición de las clases sociales es una tarea pendiente en la lucha por un mundo realmente justo, y creo también  en el derecho fundamental al acceso a la educación, a la salud, al trabajo, a la cultura y al ocio para todos sin distinciones de ningún tipo, en la expropiación forzosa (mientras haya hambre en el mundo) de las fortunas multimillonarias, en el derecho legitimo a rebelarse contra la miseria y en el deber moral de combatir la pobreza.

Y soy tradicionalista porque me atrae más lo agrario que lo industrial, lo ácrata que los partidos, lo atávico que lo rabiosamente actual, las cooperativas que las sociedades anónimas… Me mueve la espiritualidad y no el agnosticismo, la ecología y no la posmodernidad urbanita. Me gusta más la serenidad profunda del arte románico o el gótico (en sus acepciones medieval, decimonónica o contra-cultural) que las expresiones artísticas provocativas e histéricas que tanto venden. Me gusta la antropología, el queso muy curado, el gregoriano, los países de otoño y la música de los ochenta…soy un caso perdido, ya lo sé.

Me aterra la memoria negra del comunismo, con sus millones de muertos y su dogmatismo, tanto o más que la sombra del dolor del capitalismo. Me da pereza la socialdemocracia, a la que reconozco, no obstante, un papel fundamental en la humanización de las sociedades occidentales. Detesto a las multinacionales, a los grandes bancos y a los oligarcas de todos los pelajes. Las estructuras de los grandes partidos me dan alergia (aunque estoy afiliado a uno de ellos…pero es que sobre todo, creo que soy un poco contradictorio).

Me cuesta mucho encontrar una opción política que en verdad refleje esas intuiciones, manías, condicionamientos y esperanzas que forman mi personal forma de entender la sociedad deseada, seguramente porque mi visión es tan estrafalaria que difícilmente pueda encontrar un hueco en forma de partido político o grupo organizado de cualquier clase.

Hay algunas corrientes estrambóticas, como el Partido Carlista, un ultra minoritario grupo de izquierdas y raíces cristianas de base, cuyas diatribas (‘trabajamos  por el nacimiento y la promoción  de estructuras y prácticas sociales que abran paso a unos contrapoderes comunitarios auto-organizados que gestionen de forma realmente democrática y participativa los recursos materiales y humanos de los pueblos) se acomodan bien a estas delirantes ideas mías, pero que me producen cierta alergia porque, por mucho que se hayan reconvertido, atufan un poco al clericalismo ultramontano del que proceden.  El anarquismo me resulta fascinante, pero su versión más tangible, el anarcosindicalismo (de la CNT o de la CGT) parece también atrapado en las largas sombras de su pasado. Además, con lo mandón que soy, considerarme un  ácrata es poco creíble. Por último, no le puedo perdonar al anarquismo histórico su coqueteo con la violencia indiscriminada. Antes que tradicionalista de izquierdas soy pacifista.  

Si os enteráis de algún grupo político para colgados como yo, avisadme, por favor.

Pintar

Desde hace algún tiempo me ha dado por pintar. Siempre he dibujado (en los márgenes de los apuntes de clase, en los espacios en blanco de las libretas de notas durante las reuniones de trabajo, en los cristales esmerilados del coche en los días de lluvia cuando mi madre, de muy pequeño, me llevaba con ella a hacer la compra) pero lo hacía inconscientemente, como quien tiene un tic. Las artes plásticas, en mi familia, siempre han sido eso, un acto reflejo.  Pasé muchas largas horas de mi infancia observando a mi padre hacer acuarelas. Su mirada de concentración, buscando el tono justo, la pincelada precisa, me sigue acompañando cada día de mi vida.

Gasté de crío más tiempo en galerías de arte que jugando en los parques. Las exposiciones  de mi padre  eran, para toda la familia, un ritual cíclico,  donde todo funcionaba con el engranaje de un  taller bien organizado: llevar a enmarcar los lienzos, colgar bien los cuadros, ofrecer el catalogo a los visitantes, colocar los lunares verdes o rojos para las pinturas reservadas o vendidas… pero también con la emoción y el afecto de una ceremonia importante. Cada cuadro vendido era una victoria, un triunfo, y a la vez una pérdida: me gustaban tanto todos que no quería que ninguno se fuera.

Y además, claro, estaban los personajes de comic que dibujaba mi hermano Luis con una soltura fascinante (las verrugas y las arrugas), y las maravillosas esculturas de barro de mi hermana Almudena, y los proyectos de Aránzazu en la carrera de arquitectura… cuadros y más cuadros, dibujos, cuartillas, aguarrás, tubos de pintura, arcilla, tornos… los materiales para crear inundaban todos los rincones, siempre, eso sí, en perfecto orden, garantizado por mi madre.

Todo aquel río de creatividad y buen hacer artístico brotaba solo, fluía de modo constante, con absoluta naturalidad, por todas partes, en todos los momentos. Esa religión nuestra  contaba además con sus propios centros de culto. El museo del Prado era, sin duda, la catedral suprema de esa religión domestica.

Luego, en el camino, no he hecho sino encontrar aliados contagiados por la fiebre secreta de los pinceles y los lápices. César Caballero, Juanma Santomé, Ignacio Huerga, Rocio Charle, Gabriel Munuera…amigos enormes, y enormes artistas.

Desde hace algún tiempo me ha dado por pintar y me importa más bien poco el resultado, bueno, malo o peor, de lo que pinto… porque al fin he aprendido que el secreto, el único secreto del arte, no está en la obra, sino en el acto de crearla.  

Aquí puedes ver los cuadros del sujeto que escribe este blog


Arriba: Detalle de obra del autor de este blog. Abajo, fresco en una lonja de Asturias, de Luis Echanove Mugartegui

viernes, 15 de noviembre de 2013

El cuarto

No se qué hago aquí, tirado, como una peonza, en medio el azar del mundo.

Yo a veces quisiera ver mi dormitorio desde arriba, como un pájaro atrapado en una celda sin ventanas, y revolotear entorno a los pensamientos agazapados en esos rincones de soledad, o de compañía.


A vuelo de gaviota todas las habitaciones del mundo son igualmente diminutas y claustrofóbicas, pero libres al fin, lejanas, como células en un panal de abismos.





Imagen: ilustración de Juanma Santomé para la biografía de Maruja Mallo que la autora María Luisa Antolín publicará próximamente.